La historiadora Beatriz Bragoni traza un hilo sobre las operaciones políticas e ideológicas con la imagen de San Martín.

Es un lugar común colocar el legado sanmartiniano en el cruce de las imágenes consagradas por las historiografías nacionalistas de los siglos XIX y XX. Las mismas suelen ensalzar las cualidades políticas y militares de San Martín como prototipo de un modelo de virtud cívica que le permitió doblegar sus ambiciones personales en beneficio del interés colectivo, nacional o americano. Esas imágenes también vertebraron el repertorio de las liturgias estatales que imantó la obligatoriedad del recuerdo, y el canon interpretativo que configuró el monumental tejido de homenajes y evocaciones con el fin de insuflar sentimientos de pertenencia y de identificación nacionales.
Desentrañar esa madeja compacta de representaciones sobre el desempeño público del Padre de la Patria, incita a realizar un doble ejercicio de reflexión: el que lo distingue como actor crucial de la independencia sudamericana, y el que analiza las lecturas, intervenciones y usos públicos en el tiempo.
El primero ofrece una historia de vida enraizada en la incertidumbre abierta con la Revolución y la indeterminación de las comunidades políticas nacidas del colapso imperial en las Indias españolas. Entre su arribo a Buenos Aires y su regreso al Viejo Mundo transcurrieron algo más de diez años. En ese lapso, el perfil del militar fogueado en la guerra contra las tropas napoleónicas había cedido paso a la consagración y posterior derrumbe de una trayectoria militar y política que lo había conducido de Buenos Aires a Tucumán, de Cuyo a Chile y a la rutilante Lima donde encumbró el Protectorado de los pueblos libres del Perú para luego iniciar el peregrinaje que lo devolvió a Europa. Esa trayectoria ilustra con precisión que la independencia no suponía ninguna forma de gobierno determinada, sino que fue resultado de debates y proyectos políticos rivales que bascularon entre la conveniencia de erigir repúblicas o monarquías constitucionales. Las preferencias del Libertador se inclinaron por la segunda por entender que se trataba de la ingeniería institucional más adecuada para fijar las bases del gobierno representativo en América del Sur. Tal opción radicaba en un triple convencimiento: el concepto “gradualista de la libertad” inspirado entre otros por Montesquieu (de quien tenía sus obras completas), la convicción que el “estado social de los pueblos” no daba garantías para erigir repúblicas al estilo del experimento norteamericano y el rechazo a la “federación” en beneficio de sistemas centralizados como artefacto primordial para frenar la “hidra” de la anarquía y afianzar el orden político. Una biografía capital, y al mismo tiempo ejemplificadora, que atestigua los límites de los enfoques nacionales para interpretar las transformaciones políticas resultantes de las guerras revolucionarias, las formas de gestión del poder independiente y lo que no es menor, las relaciones conflictivas en torno a la difusa delimitación de soberanías territoriales erigidas de las antiguas jurisdicciones coloniales que bloquearon la ilusión de federar las patrias/ republicas o estados independientes bajo el sistema constitucional auspiciado por los filósofos de la Ilustración.
Ese presente político, preñado de luchas intestinas, era todavía insuficiente para erigirlo en la cúspide del panteón nacional. Esa tarea sería concluida más tarde cuando Alberdi, Sarmiento, Gutiérrez, Mitre y otros cronistas del pasado revolucionario, pusieron en marcha la empresa de crear una cultura e identidad nacional. Pero como todo ejercicio de memoria pública, el rescate del venerado prócer era selectivo en cuanto dejó en suspenso su pasado monárquico y priorizó el perfil militar subordinado al poder civil con el fin de enraizarlo en la tradición republicana. Esa clave de lectura no permaneció intacta en el siglo XX. La enorme difusión de la imagen del Santo de la Espada, consagrada por Ricardo Rojas, la multiplicación de lugares de memoria erigidos en su honor y la creciente intervención de las fuerzas armadas en la vida pública del país, introdujeron un giro interpretativo sustancial que lo despojó de la tradición del republicanismo liberal y lo sedimentó en el nacionalismo militar. No se trataba de un asunto ajeno al interés del gobierno de los coroneles instalado en 1943 que sería fortalecido por Juan Perón antes y después de ser electo presidente: en 1944 visitó Mendoza para encabezar la ceremonia en la que la virgen del Carmen fue declarada generala del ejército, y el Instituto Sanmartiniano pasó a depender del ministerio de Guerra; a su vez, en 1949, instó a brindarle devoción perpetua en la apertura de la asamblea constituyente que lo habilitó a un nuevo mandato presidencial.
Entretanto, la conmemoración del Centenario de la muerte del Libertador llevaría a la apoteosis el culto sanmartiniano. En esa coyuntura Mendoza fue anfitriona del congreso que reunió comitivas universitarias de todo el país. El discurso del rector de la Universidad Nacional de Cuyo, el Dr. Irineo Cruz, remarcó la importancia del evento en “la movilización de la conciencia histórica nacional”, colocó la revolución peronista como “antífona exacta de la gesta sanmartiniana” y asoció “la peraltada ejemplaridad de San Martín” con la del “Libertador político y social de la Argentina que vivimos”. A su juicio, sólo el “segundo conductor” estaba en condiciones de “hablar del primero” porque como “especialista del presente y constructor del futuro” estaba en condiciones de evaluar el pasado. Ubicado como único interprete de la epopeya sanmartiniana, el presidente exaltó el vínculo entre Buenos Aires y Cuyo por constituir teatros decisivos de la vida del homenajeado: la primera por ser la metrópoli “moral” que impulsó la hazaña, y la segunda por haberse convertido en “cuna de la gloria que había soñado en Tucumán”. Por ello, como heredero del mandato del Gran Capitán, Perón rendía homenaje a las provincias cuyanas.
La representación del San Martín evocado en 1950 no habría de permanecer intacta en los años siguientes, sino que sería objeto de nuevas lecturas e intervenciones públicas insertas en la antinomia peronismo / antiperonismo. En ese contexto, el culto sanmartiniano habría de erigirse en un punto casi inmóvil de quienes apelaron a su figura para intervenir en el combate político y cultural. Un personaje o mito puesto al servicio de filiaciones divergentes, aunque estructuradas todas en concepciones nacionalistas y del revisionismo histórico, en sus variantes marxistas, hispanocatólicas o de la izquierda nacional.
La era democrática introdujo novedades en los usos públicos del héroe. En particular, porque el éxito de Raúl Alfonsín expresó el nuevo consenso liberal-democrático y dejó en suspenso la interpretación revisionista del pasado nacional por el descrédito del nacionalismo militar ante la derrota en Malvinas. No obstante, el triunfo de Carlos Menem reinstaló el debate sobre el pasado y el presente nacional. Ya en el discurso de asunción en el Congreso, quien había despedido los restos del general Perón en el mismo recinto en representación de los gobernadores, declaró la voluntad de restablecer la unión nacional para lo cual trazó el linaje de las antinomias entre los principales referentes políticos del siglo XIX. Ese anticipo se tradujo en la decisión de repatriar los restos de Juan Manuel de Rosas, el ícono del revisionismo histórico, que el Perón de mediados del siglo XX no había impulsado, pero que había juzgado propicio en su tercera presidencia. La ceremonia se realizó el 30 de septiembre de 1989 cuando las cenizas del otrora Jefe de la Confederación argentina, que yacían en Southampton desde 1877, arribaron a Rosario y fueron cargados en un buque que recorrió el Paraná para hacer pie en el sitio que evocaba la defensa de la soberanía nacional contra la agresión anglo-francesa, y ser sepultado en el cementerio de la Recoleta ante el veto del arzobispo de Buenos Aires a que descansara en el Altar de la Patria junto a los restos de San Martín, Las Heras y Guido.
En el discurso de recepción, Menem apeló a la expresión del autor del Martín Fierro “saber olvidar es también tener memoria”, en la cual latía la decisión de indultar a los militares con responsabilidad en la violación de los derechos humanos de la última dictadura, y a líderes de la organización Montoneros como piedra de toque de conciliación y domesticación de las fuerzas armadas. A la vez, la política de memoria oficial honró a los Caídos de Malvinas en la plaza San Martín mediante el emplazamiento de un cenotafio con lo cual se diferenciaba del gobierno anterior, ponía a Malvinas en el centro de la escena, la extraía del exclusivo dominio militar y la asociaba con San Martín. Pero ese registro monumental no sería exclusivo en tanto el objetivo del gobierno argentino de reanudar las relaciones con Gran Bretaña, y proyectar la inserción de la Argentina en el concierto mundial, se tradujo en el emplazamiento de estatuas del gran capitán en ciudades europeas, americanas y asiáticas.
El momento del Bicentenario de Mayo y los comicios presidenciales de 2015 daría lugar a nuevos usos públicos de San Martín. Y si bien en los discursos oficiales tuvo un lugar subordinado frente a Eva Perón y el general Belgrano, la liturgia estatal interpretó su accionar como expresión del vínculo entre líder y el pueblo e intervino en las fechas y objetos del general con el fin de ponerlos al servicio de la militancia política, el Estado y la Nación. Así, mientras el día de su natalicio fue asociado con el del expresidente Néstor Kirchner, en los festejos del 25 de mayo su viuda encabezó el acto que devolvió al Museo Histórico Nacional el sable corvo del Gran Capitán por constituir uno de los “máximos símbolos del país” que representan “la lucha por la libertad, la dignidad y la soberanía de nuestra Nación y de los pueblos hermanos de América Latina”. No se trataba de un asunto menor: en 1963 el famoso sable que San Martín había legado a Rosas en su testamento de 1844 había sido sustraído por la juventud peronista en rechazo a la proscripción del líder, y permanecía en custodia del regimiento de granaderos desde 1967. Fue ella quien colocó la reliquia en la vitrina especialmente montada y escoltada por los sables de Belgrano, Las Heras, Dorrego, Brown y Rosas. Con ese gesto, Cristina Fernández de Kirchner enlazaba el legado sanmartiniano con su gestión de gobierno, y lo recostaba en la selectiva genealogía peronista que había echado un manto de olvido de su doble historia reciente: la del último gobierno de Perón y la administración neoliberal de Menem. De modo que el San Martin evocado en el pasado reciente expone nuevas capas de bronce que no parecen obedecer tan sólo al cambiante contexto político, sino al modo de interrogar el nexo entre pasado y presente que conecta la renovada memoria estatal de la era democrática con las tradiciones y liturgias peronistas hechas, deshechas y vueltas a fundar en base a interpretaciones revisionistas destinadas a develar los secretos de la “verdadera historia” en rechazo de sus “falsificaciones”.
*Beatriz Bragoni (historiadora del Conicet y la Universidad Nacional de Cuyo) es autora de los libros San Martín: Una biografía política del Libertador y San Martín: de soldado del rey a héroe de la nación, entre otros.