El Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia conmemora a las víctimas de la última dictadura militar, autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional», que usurpó el gobierno argentino entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983.

El Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia conmemora a las víctimas de la última dictadura militar, autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional», que usurpó el gobierno argentino entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983.
El golpe
En las primeras horas del miércoles 24 de marzo de 1976, y al cabo de meses de incontables rumores y especulaciones sobre el rumbo político del país, las Fuerzas Armadas dieron el golpe y asumieron el control del Estado argentino. La Junta Militar, integrada por los comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, destituyó formalmente a la presidenta de la Nación, María Estela (“Isabel”) Martínez de Perón, y lanzó su primera proclama por las estaciones de radio y televisión, ocupadas por un movimiento de tropas que no enfrentaron ninguna resistencia activa a la nueva situación.
Tal como lo relata la historiadora Gabriela Águila en su libro «Historia de la última dictadura militar», desde su comunicado inicial los altos jefes militares argumentaron que el golpe se debía al “vacío de poder” y el fracaso del gobierno saliente, por lo que las Fuerzas Armadas se habían visto compelidas a hacerse cargo de los mandos del Estado. No se trataba, como proclamó el general Jorge Rafael Videla a lo largo de los primeros meses de gobierno de facto, de la mera ambición de ejercer el poder, sino de una “obligación histórica”, del cumplimiento de una misión que se les imponía a las Fuerzas Armadas como institución. La crisis que atravesaba el país, sostenían los comandantes, era total y las soluciones debían tener también un carácter integral, político, social, económico, moral y, asimismo, militar, en tanto las Fuerzas Armadas –el brazo armado de la Nación– reivindicaban para sí el ejercicio de la violencia institucional para derrotar al principal flagelo que asolaba al país, la “subversión”.
Para sus ejecutores, el golpe de Estado revestía un carácter inaugural: venía a cerrar la etapa más funesta de la historia argentina y dar comienzo a otra, donde se eliminarían los vicios y errores que la habían caracterizado y se fundarían las bases de una “nueva democracia” tutelada por las Fuerzas Armadas. Ese pasado ominoso y al que debía erradicarse a través de la acción decidida de los golpistas estaba condensado, en la perspectiva de los militares y de quienes los apoyaban, en lo que había acaecido durante el último medio siglo y, en particular, en el trienio transcurrido entre marzo de 1973 y marzo de 1976.
La represión
La “lucha contra la subversión” implementada por las Fuerzas Armadas y de seguridad –es decir, el ejercicio de la represión– comenzó bastante antes del golpe de Estado. En el curso de 1975, y en un contexto en el que la violencia política y la represión estatal se habían incrementado en forma notable, su intervención esporádica y puntual en la represión interna se convirtió en un accionar continuo y sistemático, en particular cuando en octubre de ese año asumieron el comando de la “lucha contra la subversión”.
En los primeros días de febrero de 1975, el gobierno peronista emitió el Decreto 261 por el que autorizaba la intervención de las Fuerzas Armadas para “aniquilar” el foco guerrillero que había instalado el PRT-ERP en la provincia de Tucumán un año antes.
Como sostuvo la historiadora Marina Franco en «Un enemigo para la nación: orden interno, violencia y “subversión”, 1973-1976», era la primera vez que los elementos programáticos de la doctrina antisubversiva –acción represiva, cívica y psicológica– aparecían dispuestos en un conjunto sistemático. Y la eficacia de tal estrategia organizada, comandada y ejecutada por el Ejército, se evidenció en el rápido aislamiento de los combatientes y la desarticulación de la Compañía de Monte, anunciada en octubre por la máxima autoridad militar de la zona, el jefe del III Cuerpo de Ejército, general Luciano Benjamín Menéndez. Sin embargo, la represión no se limitó al “teatro de operaciones” localizado en el sur tucumano, sino que se extendió por toda la provincia y se replicó en otras.
Poco más de un mes después del inicio del Operativo Independencia, en marzo, se realizó un amplio despliegue represivo –el denominado “Operativo Serpiente Roja del Paraná”–, esta vez en la zona de alta concentración fabril ubicada al sur de la ciudad de Rosario, cuyo epicentro era Villa Constitución. Pero a diferencia del monte tucumano, donde el Ejército inauguraba su nuevo rol en el comando y ejecución de la “lucha contra la subversión”, en el caso de la zona industrial de Villa Constitución la represión quedó en manos de quienes todavía estaban a cargo del mantenimiento del orden interno a escala nacional: las fuerzas policiales y de seguridad.
“Estas campañas represivas —explica Águila— fueron parte de una creciente escalada de violencia a cargo de las denominadas fuerzas legales (militares, policías y otras fuerzas de seguridad) y se enlazaron con los numerosos atentados, amenazas y asesinatos perpetrados, y muchas veces reivindicados, por organizaciones paraestatales como la Triple A, acciones que frecuentemente generaron pronunciamientos y condenas de casi todo el espectro político-partidario. Una de las consecuencias más visibles de estos elevados niveles de violencia estatal y paraestatal fue el aumento por miles de los detenidos por infracción a las leyes antisubversivas dictadas en ese contexto –en particular la Ley 20.840 de Seguridad Nacional y Actividades Subversivas– a la vez que aumentó significativamente el flujo de personas que salieron en esos meses hacia el exilio.
Mientras tanto, las Fuerzas Armadas habían experimentado un largo proceso de modernización ideológica y doctrinaria, que se vinculaba con el contexto de la Guerra Fría y su influencia a nivel global y regional. La Doctrina de Seguridad Nacional, de origen estadounidense, y la doctrina de guerra revolucionaria, de matriz francesa, se difundieron en el Ejército y las Fuerzas Armadas argentinas, así como en los otros países de la región, entre fines de los años cincuenta y los sesenta.
Para los militares, con el golpe de Estado se daba inicio a una nueva fase en la “lucha antisubversiva”. Así lo planteaba el jefe de Operaciones del Estado Mayor del Ejército, el general Jáuregui, en una conferencia de prensa realizada en abril de 1977 donde se reseñaba el estado de la “lucha contra la subversión”: se había inaugurado en Tucumán en febrero de 1975 con el Operativo Independencia, fue seguida por una segunda etapa de “extensión a todo el territorio nacional” entre octubre de 1975 (fecha de los decretos de aniquilamiento) y marzo de 1976, mientras que con el golpe comenzaba una tercera fase a partir de la cual “con las FF.AA. en función de gobierno, fue posible concebir y ejecutar una estrategia nacional que contemplara una acción integral, coherente y coordinada”. Los numerosos operativos represivos que se llevaron adelante el mismo 24 de marzo y en los días siguientes, dirigidos por las Fuerzas Armadas y en acciones conjuntas con las policías y otras fuerzas de seguridad –que incluyeron la ocupación de plantas fabriles, clausuras de locales sindicales y políticos, allanamientos de domicilios, detenciones y enfrentamientos, en las grandes ciudades y zonas industriales de casi todas las provincias– mostraron esa definida voluntad de acción centralizada, integral y coordinada.
Para la ejecución de la represión las Fuerzas Armadas utilizaron un sistema doble y a la vez convergente: por un lado, un conjunto de normativas, reglamentos, leyes y decretos emanados del aparato del Estado antes y después del golpe, que proveyó el marco jurídico-legal para su implementación. Por otro, esto coexistió y se articuló con una estrategia represiva clandestina y paralegal, organizada y practicada por el mismo poder militar, con el expreso objetivo de aniquilar al “enemigo interno”.
El accionar represivo fue diseñado, coordinado y ejecutado por las Fuerzas Armadas en sus respectivas jurisdicciones territoriales, y contó con el involucramiento y activa participación de las policías y otras fuerzas de seguridad, como la Gendarmería, Prefectura o el Servicio Penitenciario. Por su parte, las agencias de inteligencia asumieron una centralidad particular, tanto las que funcionaban en ámbitos castrenses (el Servicio de Inteligencia del Ejército, de la Fuerza Aérea o de la Armada) o policiales (de la Policía Federal y los departamentos de informaciones [D-2] de las distintas policías provinciales), como las que se localizaban en el ámbito estatal como la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) o actuaban a escala provincial (fue el caso de la Dirección General de Informaciones, dependiente del gobierno de la Provincia de Santa Fe, o las delegaciones provinciales de la SIDE). En particular, explica Gabriela Águila, a partir del golpe de Estado estos organismos de inteligencia comenzaron a actuar coordinadamente, vinculados en la denominada “comunidad informativa”, abocándose a la ubicación de aquellos individuos o grupos que debían ser erradicados, muchos de los cuales habían sido identificados y venían siendo vigilados desde los años previos.
Se trataba, en suma, de organismos e instituciones estatales –y sus agentes: militares, policías, gendarmes, personal de inteligencia– que existían desde mucho antes del golpe de Estado y que adecuaron sus estructuras y prácticas para el aniquilamiento del “enemigo interno” utilizando para ello procedimientos legales, semilegales o clandestinos, y combinando estas modalidades. Los operativos callejeros, que se venían realizando y se intensificaron a partir del 24 de marzo de 1976, los allanamientos o la ocupación de plantas fabriles, la intervención de espacios como universidades, sindicatos o locales político-partidarios, así como de domicilios particulares, realizados por integrantes de las distintas fuerzas y en general en forma conjunta, fueron seguidos de detenciones y el traslado de los prisioneros y prisioneras a comisarías, cárceles federales o provinciales u otros “lugares de reunión de detenidos” (LRD). La prensa se encargó de reseñar casi a diario enfrentamientos con las denominadas fuerzas legales en distintas ciudades y provincias del país, que culminaban casi indefectiblemente con varios “subversivos” muertos. Este ejercicio de la represión, más o menos abierto y público, realizado a la luz del día, con personal uniformado y, eventualmente, con la identificación de las fuerzas actuantes, coexistió y se articuló con prácticas represivas clandestinas y secretas.
“La modalidad más extendida de ese accionar paralegal fue el circuito que se iniciaba con el secuestro, continuaba con el cautiverio en un centro clandestino de detención y muchas veces culminaba en la desaparición de las y los detenidos”, relata la especialista. La detección de las víctimas era, en general, realizada por los servicios de inteligencia, que obtuvieron datos por diversas vías: vigilando y siguiendo a los sospechosos, infiltrándose en las organizaciones, recabando información entre organismos de inteligencia dentro de la “comunidad informativa” y, a medida que la represión se hizo más intensa, obteniendo datos con la tortura de los prisioneros y por medio de la colaboración de algunos detenidos y detenidas con los represores.
Una vez detectado el “blanco”, se ponían en acción los grupos de tareas (a los que sus víctimas muchas veces denominaron patotas) quienes, en conjunción con efectivos de diversas fuerzas policiales o militares o previa “liberación” para actuar sin control alguno en la zona de operaciones, procedían al allanamiento de domicilios y al apresamiento generalmente brutal de individuos o grupos que eran conducidos a dependencias policiales o militares o a los centros clandestinos de detención que funcionaban en las distintas áreas. Asimismo, en muchos de los casos, estos operativos culminaron con el fusilamiento en la vía pública de algunas de las víctimas.
“Los grupos de tareas fueron los encargados de realizar los operativos represivos, que incluían ubicar, secuestrar, torturar (mediante un variado arsenal de prácticas brutales que incluyeron la violencia sexual), asesinar y desaparecer personas o cadáveres, a lo que con frecuencia se sumaban acciones propias del delito común, como el robo de los domicilios allanados. Estaban integrados por personal en actividad perteneciente a las fuerzas represivas militares o policiales que actuaban en cada área y solían incluir la participación de civiles”, detalla la historiadora en su más reciente libro.
El núcleo de la represión paralegal fueron los centros clandestinos de detención, espacios improvisados al inicio y luego cuidadosamente organizados para alojar detenidos y detenidas que ingresaban en el circuito represivo ilegal. Si bien en Tucumán funcionaron algunos desde 1975, en el resto del país comenzaron a operar plenamente en el curso del año 1976, una vez que los militares se hicieron con el control efectivo del aparato del Estado y del territorio nacional. Según las denuncias de sobrevivientes que pasaron por esos sitios y de reconstrucciones realizadas por los organismos de derechos humanos y la justicia, se contabilizaron unos seiscientos centros de detención clandestina dispersos en la zona capitalina y en casi todas las provincias.
Los centros clandestinos de detención fueron, en cientos o miles de casos, la antesala de la desaparición, una de las modalidades específicas y originales de la represión en la Argentina –y sin dudas su marca más perdurable–. La condición de desaparecidos implicaba no solo el ingreso y muchas veces la muerte en el circuito represivo ilegal, sino el borramiento de las huellas, el ocultamiento deliberado de los cuerpos, de las identidades de las víctimas y de los registros de aquella actuación esencialmente clandestina.
“El accionar represivo incluyó varias fases que iban desde la localización de las potenciales víctimas hasta ciertas prácticas para deshacerse de los cuerpos. Una modalidad reiterada fueron los enfrentamientos fraguados, es decir fusilamientos de personas inermes quienes, previo paso por los centros clandestinos de detención donde habían sido torturadas, eran asesinadas y sus cadáveres terminaban arrojados en la vía pública. Si bien en algunos centros clandestinos, en particular de Buenos Aires (como la ESMA o Campo de Mayo), se recurrió a ‘vuelos de la muerte’, esto es a la eliminación física de muchos prisioneros, que fueron trasladados en aviones militares, sedados o inconscientes, y arrojados a las aguas del Río de la Plata o al Océano Atlántico, en las otras jurisdicciones los indicios dan cuenta de que los cadáveres fueron enterrados sin identificación (como NN) en ciertas zonas de los cementerios (el caso del cementerio de San Vicente en Córdoba, donde se enterraron en una fosa común cientos de personas, es uno de los más conocidos) o en otros predios como terrenos baldíos, zonas rurales o dependencias militares (como en el Pozo de Vargas, en Tucumán, o Campo San Pedro, en Santa Fe) o fueron fondeados en ríos e incluso incinerados (como en el Pozo de Arana, en La Plata)”, sintetiza la especialista.
Un aspecto muy importante y que suele ser soslayado es que la represión implementada en los años de la dictadura se caracterizó por ciertos elementos o dimensiones transnacionales. “Además de las doctrinas militares de matriz francesa y estadounidense, que influenciaron a las Fuerzas Armadas, y del entrenamiento que muchos oficiales de la región realizaron en el exterior, el despliegue represivo incluyó la realización de acciones extraterritoriales por parte de agentes y organismos militares, policiales y de inteligencia de los distintos países de la región, entre las cuales la denominada Operación Cóndor fue la experiencia más conocida y estudiada. Las instancias de coordinación represiva entre los gobiernos del Cono Sur no eran una novedad para el período, pero entre los años sesenta y ochenta, cuando gran parte de la región estaba regida por dictaduras de seguridad nacional que libraban sus particulares ‘guerras’ contra la subversión o el comunismo, los contactos, redes y formas de vinculación se ampliaron notablemente”, contextualiza.
La política económica y el disciplinamiento laboral
El Ministerio de Economía fue una de las dos carteras del gabinete nacional que quedó en manos de civiles. A la cabeza fue designado José Alfredo Martínez de Hoz, un empresario ligado a círculos liberales y corporativos (como el grupo Azcuénaga o FIEL, Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas) y a poderosos consorcios industriales, quien se rodeó de empresarios y expertos que se filiaban en el liberalismo tradicional o el liberalismo tecnocrático, tenían militancia católica y/o habían sido miembros de anteriores gobiernos dictatoriales, como el propio ministro y algunos de sus secretarios y principales asesores. El equipo económico tenía procedencias y adscripciones teóricas y doctrinarias diversas, pero mostró evidentes puntos de coincidencia respecto de los pilares fundamentales de la nueva política económica: la apertura de la economía y la defensa del libre mercado. Y contó con tiempo suficiente para desplegar su programa, en tanto Martínez de Hoz permaneció en la cartera ministerial durante los cinco primeros años de la dictadura –entre abril de 1976 y marzo de 1981–, exhibiendo una estabilidad y continuidad notables en los elencos del régimen militar (incluso comparadas con la duración de otras gestiones económicas de gobiernos dictatoriales y democráticos de la segunda mitad del siglo XX).
Franco señala que “es indiscutible que la política económica estuvo conducida por representantes de los grandes intereses económicos y que las políticas implementadas favorecieron a ciertos grupos, impulsores y beneficiarios de la reforma financiera, y generaron cambios estructurales en el funcionamiento económico”.
Sin embargo, el alcance y significación de las medidas que conformaron el programa implementado a partir de abril de 1976, no se dimensionan cabalmente si no se enlazan con el embate disciplinador dirigido hacia el ámbito del trabajo y los trabajadores. La estrategia económica de la gestión de Martínez de Hoz –que redujo el nivel adquisitivo del salario cerca de un 40% respecto de la primera mitad de la década y también la participación de los asalariados del 48,5% en 1975 al 30,4% en 1977– y, en una perspectiva conexa, la represión hacia el movimiento obrero, buscaron y tuvieron como principal efecto la distribución regresiva del ingreso y el disciplinamiento de la mano de obra.
La fecha y las memorias
Cada 24 de marzo suelen recordarse a las víctimas de la última dictadura y los crímenes más atroces cometidos por el gobierno golpista —desde los secuestros, las torturas, las violaciones, hasta el robo de bebés, los asesinatos, las desapariciones, los vuelos de la muerte, el robo de propiedades, entre una larga lista de atrocidades—.
Sin embargo, es imprescindible —si se quiere entender todo el proceso— considerar las décadas previas, signadas por ciclos de golpes de estados, cuadros militares formados por las potencias en escuelas de guerra y con una ideología ‘antisubversiva’. Lo mismo sucede con el proyecto político-económico, necesario para explicar los por qué del golpe.
En un momento en el que se suelen disimular -aunque no tanto- con proclamas como “Memoria completa” los mismos argumentos que utilizaron como defensa y justificación los militares que llevaron adelante el terrorismo de Estado (hablan de “guerra”, a secas; inician la historia desde un punto arbitrario, relativizan y descontextualizan los crímenes), se hace imprescindible señalar ciertas omisiones. Entre ellas, la participación de sectores empresariales que se beneficiaron con las políticas y crímenes de la dictadura o el rol de las potencias extranjeras en un marco de represión transnacional, principalmente Estados Unidos.
El 24 de marzo es una herida abierta porque los crímenes siguen en el presente. Aún se buscan miles de cuerpos y a cientos de bebés que fueron arrancados de sus madres, a quienes les negaron su identidad. Es una herida abierta porque los propios criminales, incluso aquellos que admitieron sus crímenes, se negaron -y niegan- a dar información para poder encontrar a esos que continúan desaparecidos. Está abierta, y a veces sangra, porque a casi medio siglo de aquel golpe, exégetas de aquellos asesinos que perpetraron la masacre más grande de la historia Argentina tienen un alcance y una recepción inusitada. Por eso, la Memoria sigue siendo un campo de batalla.
Fuentes:
Gabriela Águila, «Historia de la última dictadura militar. Argentina, 1976-1983» (2023)
Marina Franco, «Un enemigo para la nación. Orden interno, violencia y «subversión», 1973-1976» (2012)